La música de Arca, arrítmica, abstracta, siempre me ha creado un desasosiego insoportable. Se muestra ante mí como si se tratara de los cientos de cristales de un espejo roto que, además de mostrarme mi propia realidad en su reflejo, se clavan en mi cuerpo como cuchillas, haciéndome sangrar, abriéndome la piel. Y el miedo a las cicatrices, al dolor, ha hecho siempre alejarme de sus discos, incapaz de enfrentarme a sus efectos. Sin embargo, ahora en Arca, su tercer álbum, Alejandro Ghersi ha recogido los frutos de su colaboración con Björk en Vulnicura, los ha combinado con sus propios referentes y ha creado un disco tan personal como atrayente y sorprendente.
Si es cierto o no que fue la islandesa quien animó a Alejandro a introducir la voz en su música es solo una anécdota, pero lo realmente trascendente es que ese paso al frente ha añadido a lo incómodo de su experimentación instrumental (al menos para mí y mi forma de acercarme a su trabajo) la fuerza hipnótica de unas melodías vocales que deben mucho de la tonada llanera venezolana (que, sin duda alguna, es una de sus enseñanzas musicales) y que consigue que quienes no lograban entrar en su universo por lo difícil de su música puedan ahora dejarse llevar por la emoción de su voz dolorida y afectada, desgarrada pero hermosa, a punto de romperse como un jarrón en el borde de una mesa. Y en ese binomio entre lo oscuro y lo hermoso, lo obsceno y lo bello, transita todo el álbum de Arca. Es malrollista como una película de terror japonesa, sucio como el porno y atrayente como ambos, juntos o separados. Es un cuarto oscuro donde uno no sabe hasta dónde podría llegar en caso de entrar en él.
En Arca hay latigazos, referencias más o menos explícitas al sexo (ahí la letra de Desafío se lleva la palma), fragilidad y amor obsesivo, sumiso e insano. Doloroso. Es la sublimación de un concepto que ahora nos damos cuenta de que aún estaba cojo. Alejandro ha llegado muy lejos, demasiado, con este disco que puede quedar como una nueva vía en su trayectoria musical o una anomalía tan trascendente que supera a todo lo ofrecido hasta ahora. No es un disco fácil, no lo pretende en absoluto, pero tiene una fuerza que atrapa con más facilidad que sus anteriores obras instrumentales. Ha marcado un hito en su carrera que el tiempo dirá cómo hay que tratarlo. Manolo Domínguez
Si es cierto o no que fue la islandesa quien animó a Alejandro a introducir la voz en su música es solo una anécdota, pero lo realmente trascendente es que ese paso al frente ha añadido a lo incómodo de su experimentación instrumental (al menos para mí y mi forma de acercarme a su trabajo) la fuerza hipnótica de unas melodías vocales que deben mucho de la tonada llanera venezolana (que, sin duda alguna, es una de sus enseñanzas musicales) y que consigue que quienes no lograban entrar en su universo por lo difícil de su música puedan ahora dejarse llevar por la emoción de su voz dolorida y afectada, desgarrada pero hermosa, a punto de romperse como un jarrón en el borde de una mesa. Y en ese binomio entre lo oscuro y lo hermoso, lo obsceno y lo bello, transita todo el álbum de Arca. Es malrollista como una película de terror japonesa, sucio como el porno y atrayente como ambos, juntos o separados. Es un cuarto oscuro donde uno no sabe hasta dónde podría llegar en caso de entrar en él.
En Arca hay latigazos, referencias más o menos explícitas al sexo (ahí la letra de Desafío se lleva la palma), fragilidad y amor obsesivo, sumiso e insano. Doloroso. Es la sublimación de un concepto que ahora nos damos cuenta de que aún estaba cojo. Alejandro ha llegado muy lejos, demasiado, con este disco que puede quedar como una nueva vía en su trayectoria musical o una anomalía tan trascendente que supera a todo lo ofrecido hasta ahora. No es un disco fácil, no lo pretende en absoluto, pero tiene una fuerza que atrapa con más facilidad que sus anteriores obras instrumentales. Ha marcado un hito en su carrera que el tiempo dirá cómo hay que tratarlo. Manolo Domínguez
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