Alas de algodón de Vainica Doble por Amaya Granell.
Alas de algodón de Vainica Doble por Manolo Domínguez.
Desde hace meses suelo coincidir en el autobús, de vuelta del trabajo, con un antiguo vecino y amigo del barrio. A pesar de subirnos en la misma parada nunca nos hemos saludado. En realidad no sé si me recuerda, yo a él perfectamente. Siempre lleva un mono del lidl, y una de esas bolsas térmicas que, en teoría, sirven para mantener la temperatura de los tuppers con la comida, pero que en la práctica nunca funcionan y siempre terminan obligándote a tomártela fría. Si puede y lo encuentra sin ocupar, intenta sentarse en el primer asiento tras el conductor. Siempre le veo con la mirada perdida o dirigida al suelo, nunca a la ventana o a los demás pasajeros. Si acaso a uno de los folletos de ofertas del supermercado.
Durante el viaje, mientras el resto de la gente mira sus móviles o escucha música, él se mantiene ausente, incómodo entre ellos. A veces suele sacar un brick de zumo y le da un par de tragos, para volverlo a guardar casi avergonzado de haberlo hecho. Yo habitualmente suelo bajarme antes, pero cuando hemos quedado para comer en casa de mi madre también coincidimos al final de trayecto. Entonces, para intentar no coincidir con él en la salida, me levanto antes del asiento y me sitúo cuanto antes frente a la puerta, mirando al exterior para evitar contacto visual. Tras bajar, mientras el autobús se marcha, le imagino detrás mía, caminando con desgana hacia la casa de sus padres.
A Ricardo, que así se llama, dejé de verle cuando nos mudamos de vivienda, a solo 300 metros de donde vivíamos, pero en un edificio con dos habitaciones y 40 metros cuadrados más. En realidad podríamos haber mantenido el contacto, pero para entonces, yo con doce años y él con uno menos, ya estábamos bastante distanciados. Yo empecé a hacer nuevo amigos en el colegio y él... en realidad él nunca tuvo amigos aparte de mí. Así, poco a poco y casi sin mucho esfuerzo por mi parte, fui dejando que su recuerdo se fuera difuminando hasta casi desaparecer de mi vida.
Hace unos años fue mi madre quien me lo trajo de nuevo a la mente, ya que me dijo que se había encontrado con la suya por el barrio mientras compraba en la frutería que hay frente a nuestro antiguo piso. Ella le contó que estaba muy preocupada con Ricardo. Tras un instituto con ciertos altibajos, y con algún año de retraso, logró superar selectividad y, tras varios intentos frustrados por incorporarse al mercado laboral, finalmente decidió matricularse en la facultad de Biología. Sin embargo, los años iban pasando (cuando esto ocurrió yo ya superaba con bastante la treintena) y él no avanzaba en los estudios, ni le encontraban aficiones o divertimentos. Todas las mañanas cogía su maleta y marchaba para no volver hasta anochecer, pero curso tras curso las matrículas repetían casi todas las asignaturas. Entonces sus padres decidieron ir a la facultad e interesarse cómo iba realmente y, en casi diez años, los aprobados no pasaban de tres o cuatro asignaturas.
Bastante afectados buscaron a un conocido que se prestó a vigilarle durante varios días. Comprobó que ciertamente se dirigía cada mañana al campus, pero, en vez de entrar en clase, buscaba un sitio en la biblioteca, se sentaba con sus apuntes y allí perdía todo el día. Tres o cuatro folios y la mirada absolutamente perdida entre ellos y la mesa. No se relacionaba con otros alumnos ni hacía mucho más que dejar pasar las horas sentado en esa silla. Una rutina repetida una y cien veces de lunes a viernes para después encerrarse en su habitación durante el fin de semana con las mismas hojas fotocopiadas, gastadas de tanto ser miradas.
Estos días, al encontrármelo en la parada en la que yo hago transbordo del c1 al 31, he recordado esa historia y cómo me vino a la cabeza mientras mi madre me la contaba el protagonista de Alas de algodón, la canción de Vainica doble que mejor retrata a esos perdedores que va dejando esta sociedad por el camino. Vidas truncadas, imposibles de levantarse, y que quedan como daños colaterales no sé si de un sistema que siempre falla o de la propia condición humana. Personajes que, según como los retrates pueden despertar pena, ternura o incluso repulsión. Como la de Juan, el portero de la vivienda con la pared llena de golondrinas, o Ricardo, mi mejor amigo de la infancia. Alguien que también debió haber tenido su caída fatídica, justo antes de su primera comunión o, en este caso, mientras el camión de la mudanza se llevaba mis cosas hacia esa nueva vida que se cobraba una víctima colateral que vuelve a mi conciencia, dos o tres veces a la semana, para intentar cobrarse el daño que involuntariamente le hice hace ya más de treinta años.
Alas de algodón de Vainica Doble por Manolo Domínguez.
Desde hace meses suelo coincidir en el autobús, de vuelta del trabajo, con un antiguo vecino y amigo del barrio. A pesar de subirnos en la misma parada nunca nos hemos saludado. En realidad no sé si me recuerda, yo a él perfectamente. Siempre lleva un mono del lidl, y una de esas bolsas térmicas que, en teoría, sirven para mantener la temperatura de los tuppers con la comida, pero que en la práctica nunca funcionan y siempre terminan obligándote a tomártela fría. Si puede y lo encuentra sin ocupar, intenta sentarse en el primer asiento tras el conductor. Siempre le veo con la mirada perdida o dirigida al suelo, nunca a la ventana o a los demás pasajeros. Si acaso a uno de los folletos de ofertas del supermercado.
Durante el viaje, mientras el resto de la gente mira sus móviles o escucha música, él se mantiene ausente, incómodo entre ellos. A veces suele sacar un brick de zumo y le da un par de tragos, para volverlo a guardar casi avergonzado de haberlo hecho. Yo habitualmente suelo bajarme antes, pero cuando hemos quedado para comer en casa de mi madre también coincidimos al final de trayecto. Entonces, para intentar no coincidir con él en la salida, me levanto antes del asiento y me sitúo cuanto antes frente a la puerta, mirando al exterior para evitar contacto visual. Tras bajar, mientras el autobús se marcha, le imagino detrás mía, caminando con desgana hacia la casa de sus padres.
A Ricardo, que así se llama, dejé de verle cuando nos mudamos de vivienda, a solo 300 metros de donde vivíamos, pero en un edificio con dos habitaciones y 40 metros cuadrados más. En realidad podríamos haber mantenido el contacto, pero para entonces, yo con doce años y él con uno menos, ya estábamos bastante distanciados. Yo empecé a hacer nuevo amigos en el colegio y él... en realidad él nunca tuvo amigos aparte de mí. Así, poco a poco y casi sin mucho esfuerzo por mi parte, fui dejando que su recuerdo se fuera difuminando hasta casi desaparecer de mi vida.
Hace unos años fue mi madre quien me lo trajo de nuevo a la mente, ya que me dijo que se había encontrado con la suya por el barrio mientras compraba en la frutería que hay frente a nuestro antiguo piso. Ella le contó que estaba muy preocupada con Ricardo. Tras un instituto con ciertos altibajos, y con algún año de retraso, logró superar selectividad y, tras varios intentos frustrados por incorporarse al mercado laboral, finalmente decidió matricularse en la facultad de Biología. Sin embargo, los años iban pasando (cuando esto ocurrió yo ya superaba con bastante la treintena) y él no avanzaba en los estudios, ni le encontraban aficiones o divertimentos. Todas las mañanas cogía su maleta y marchaba para no volver hasta anochecer, pero curso tras curso las matrículas repetían casi todas las asignaturas. Entonces sus padres decidieron ir a la facultad e interesarse cómo iba realmente y, en casi diez años, los aprobados no pasaban de tres o cuatro asignaturas.
Bastante afectados buscaron a un conocido que se prestó a vigilarle durante varios días. Comprobó que ciertamente se dirigía cada mañana al campus, pero, en vez de entrar en clase, buscaba un sitio en la biblioteca, se sentaba con sus apuntes y allí perdía todo el día. Tres o cuatro folios y la mirada absolutamente perdida entre ellos y la mesa. No se relacionaba con otros alumnos ni hacía mucho más que dejar pasar las horas sentado en esa silla. Una rutina repetida una y cien veces de lunes a viernes para después encerrarse en su habitación durante el fin de semana con las mismas hojas fotocopiadas, gastadas de tanto ser miradas.
Estos días, al encontrármelo en la parada en la que yo hago transbordo del c1 al 31, he recordado esa historia y cómo me vino a la cabeza mientras mi madre me la contaba el protagonista de Alas de algodón, la canción de Vainica doble que mejor retrata a esos perdedores que va dejando esta sociedad por el camino. Vidas truncadas, imposibles de levantarse, y que quedan como daños colaterales no sé si de un sistema que siempre falla o de la propia condición humana. Personajes que, según como los retrates pueden despertar pena, ternura o incluso repulsión. Como la de Juan, el portero de la vivienda con la pared llena de golondrinas, o Ricardo, mi mejor amigo de la infancia. Alguien que también debió haber tenido su caída fatídica, justo antes de su primera comunión o, en este caso, mientras el camión de la mudanza se llevaba mis cosas hacia esa nueva vida que se cobraba una víctima colateral que vuelve a mi conciencia, dos o tres veces a la semana, para intentar cobrarse el daño que involuntariamente le hice hace ya más de treinta años.
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