Las sensaciones que uno recibe al adentrarse en Casa de Socorro deben ser parecidas a las de encargarte de la mudanza de una vivienda. Encontrarte amontonando enseres en cajas o sobre el suelo, justo antes de cargarlas al camión que las llevará a su nuevo destino. Vas recogiendo información aleatoria sobre los que hasta entonces han sido sus inquilinos y a partir de ella te inventas una vida que seguramente no se parezca a la realidad. Encuentras la foto de familia con los hijos gemelos al frente, vestidos iguales y tan distintos en su mirada. La colección de insectos: mariposas, moscas y libélulas. La mesa de billar envejecida por el tiempo y ya inutilizable. Nidos recogidos del bosque con sus huevos de cuco vacíos... Cientos de pistas que observas con una culpabilidad que solo está en tu cabeza, incapaz de asumir que tienes el permiso para estar allí, en ese recinto privado a punto de convertirse solo en recuerdos.
Y poco a poco vas creando una historia que, de la pura inercia que genera una mudanza, la imaginas triste. Una historia de la que solo tienes algunas pistas sueltas. Conversaciones de escalera y bandas sonoras ficticias. Llegas al salón y te enfrentas a un primer hilo invisible. Perfectamente ordenada se encuentra una colección de discos tan cercana que casi parece tuya: referencias sueltas de 4AD, alguno de los cds más tristes de Trembling Blue Stars, el Souvenir de OMD, El Soplo de Family, esos discos viejos de Acuarela... Los vas metiendo en una caja de cartón y sientes un escalofrío. Te viene a la memoria cuando tú también tuviste que cambiar de casa y, casi, de vida para salir a flote y empiezas a comprender que no estás allí por casualidad.
Con más miedo que decisión pasas a la habitación contigua y entonces se disipan las dudas que te podrían quedar. Allí están aquellos viejos números del mundo bético que se quedó tu hermano, el póster del concierto con Migala que no descolgaste de la pared al irte o los cds que extraviaste. Pistas que cierran círculos que solo en tu cabeza seguían abiertos. Lo guardas todo y lo dejas en el pasillo para que tu compañero lo baje al camión. Cierras la puerta de la casa y, casi sin poder respirar, echas el último vistazo a esa Casa de Socorro que ha hecho lo que tú no has sido capaz de hacer en diez años.
Y poco a poco vas creando una historia que, de la pura inercia que genera una mudanza, la imaginas triste. Una historia de la que solo tienes algunas pistas sueltas. Conversaciones de escalera y bandas sonoras ficticias. Llegas al salón y te enfrentas a un primer hilo invisible. Perfectamente ordenada se encuentra una colección de discos tan cercana que casi parece tuya: referencias sueltas de 4AD, alguno de los cds más tristes de Trembling Blue Stars, el Souvenir de OMD, El Soplo de Family, esos discos viejos de Acuarela... Los vas metiendo en una caja de cartón y sientes un escalofrío. Te viene a la memoria cuando tú también tuviste que cambiar de casa y, casi, de vida para salir a flote y empiezas a comprender que no estás allí por casualidad.
Con más miedo que decisión pasas a la habitación contigua y entonces se disipan las dudas que te podrían quedar. Allí están aquellos viejos números del mundo bético que se quedó tu hermano, el póster del concierto con Migala que no descolgaste de la pared al irte o los cds que extraviaste. Pistas que cierran círculos que solo en tu cabeza seguían abiertos. Lo guardas todo y lo dejas en el pasillo para que tu compañero lo baje al camión. Cierras la puerta de la casa y, casi sin poder respirar, echas el último vistazo a esa Casa de Socorro que ha hecho lo que tú no has sido capaz de hacer en diez años.
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