Las historias de Megg, Mogg y Búho no son nuevas. No es la primera vez que tenemos en las manos un cómic sobre personajes que viven al margen de las reglas de la convivencia. Las drogas llevan toda la vida siendo protagonistas de la novela gráfica y el eje de casi todo aquello que apeste a juventud. Por ejemplo, recuerdo cuando descubrí el primer número de Odio, el cómic de Peter Bagge, donde se mezclaba la estética grunge del momento con esa vida de rock, fiestas, alcohol… que tan bien encajaba con la nueva estética No Future que llegaba del underground e iba expandiéndose hasta colarse primero en la MTV y finalmente incluso en los telediarios y medios de comunicación generalistas. Odio se convirtió entonces en un cómic generacional.
Pero Buddy, el protagonista de esa serie, en realidad tenía un trabajo, una pareja estable y, a pesar de sus escarceos con drogas y alcohol, estaba integrado en el sistema y se le aventuraba un futuro tras esa época de desparrame controlado. Hasta Apestoso, el más perdido del grupo, era reinsertable y, por tanto, el lector podía verse fácilmente identificado en ese mundo que Peter Bagge retrataba en sus historias, ya que tenía lo atrayente de una vida de excesos y lo tranquilizante de sentir que siempre hay una vuelta atrás. Sin embargo, en las novelas publicadas por Simon Hanselmann no hay resquicio al que agarrarse, o este es tan agreste que la caída al vacío parece segura. Sus protagonistas han cruzado ya la frontera que les aboca a la autodestrucción y no se ven visos de que algo vaya a cambiar. Megg y Mogg son una pareja sentimental poco tradicional. Ambos politoxicómanos que no hacen otra cosa que estar tirados en casa o drogarse. Ambos sin conciencia ni escrúpulos, sin sentimientos. Y Búho parece otra cosa, tiene trabajo e intenta llevar una vida normal, pero su dependencia afectiva de ellos le hace ser un excluido social más. Megg y Mogg se aprovechan de él y él lo asume porque les necesita. Solo si pudiera escapar de ese lazo Búho tendría opciones de salvarse. Y los personajes secundarios, WereWolf, Moco, los hijos de WereWolf… no hacen sino reforzar esa sensación de absoluto desamparo en el que están inmerso todos ellos. Aquí solo hay una destrucción total del modelo de sociedad estándar y un abandono cruel de cualquier opción de vuelta atrás.
Y, aunque en realidad aún están en el inicio de ese descenso a los infiernos (en las viñetas de Melancolía podemos comprobar aún que aún tienen amigos, ordenadores con los que entrar en internet para pasar el rato (o el día, o los días), videojuegos... que salen a comprar comida basura habitualmente e incluso realizan un viaje a Amsterdam en busca de una salida milagrosa que les devuelva de la espiral de adicción y depresión a la que se han lanzado), Simon Hanselmann no parece querer darnos esa opciones de redención. Tampoco busca crearnos cierta empatía con ninguno de los personajes. Megg y Mogg son tremendamente crueles con Búho, hasta el punto de casi generar ternura hacia él de no ser por el patetismo que este muestra. Además, no parece que lo hagan por maldad sino por simple inercia, por una pérdida absoluta de valores afectivos. Incluso Megg parece cruel con Mogg dentro de su estado de depresión absoluto. Y Werewolf, un traficante del tres al cuarto que favorece la dogradicción de sus hijos adolescentes, es aún peor. No hay resquicio alguno.
Pero lo sorprendente es que, en las manos de Simon, todo ello se traduce en una vida tan vacía de valores que termina convirtiendo en rutina situaciones que parecen terriblemente alarmantes. Y ahí radica la gran diferencia entre este cómic y el resto de los que he leído. Aquí todo ocurre sin montañas rusas emocionales, con una normalidad que da verdadero pánico. Un mal viaje por sobredosis, un atraco, unos hijos adolescentes drogados para rendir más en el trabajo… Absolutamente todo es normal y lo más horroroso ocurre sin la sensación de que estemos ante algo extraordinario. Y entonces es cuando uno llega al final del libro y se da cuenta de que hemos presenciado lo más terrible como si no ocurriera nada, porque nada ocurre fuera de lo común en el infierno. Manolo Domínguez
Pero Buddy, el protagonista de esa serie, en realidad tenía un trabajo, una pareja estable y, a pesar de sus escarceos con drogas y alcohol, estaba integrado en el sistema y se le aventuraba un futuro tras esa época de desparrame controlado. Hasta Apestoso, el más perdido del grupo, era reinsertable y, por tanto, el lector podía verse fácilmente identificado en ese mundo que Peter Bagge retrataba en sus historias, ya que tenía lo atrayente de una vida de excesos y lo tranquilizante de sentir que siempre hay una vuelta atrás. Sin embargo, en las novelas publicadas por Simon Hanselmann no hay resquicio al que agarrarse, o este es tan agreste que la caída al vacío parece segura. Sus protagonistas han cruzado ya la frontera que les aboca a la autodestrucción y no se ven visos de que algo vaya a cambiar. Megg y Mogg son una pareja sentimental poco tradicional. Ambos politoxicómanos que no hacen otra cosa que estar tirados en casa o drogarse. Ambos sin conciencia ni escrúpulos, sin sentimientos. Y Búho parece otra cosa, tiene trabajo e intenta llevar una vida normal, pero su dependencia afectiva de ellos le hace ser un excluido social más. Megg y Mogg se aprovechan de él y él lo asume porque les necesita. Solo si pudiera escapar de ese lazo Búho tendría opciones de salvarse. Y los personajes secundarios, WereWolf, Moco, los hijos de WereWolf… no hacen sino reforzar esa sensación de absoluto desamparo en el que están inmerso todos ellos. Aquí solo hay una destrucción total del modelo de sociedad estándar y un abandono cruel de cualquier opción de vuelta atrás.
Y, aunque en realidad aún están en el inicio de ese descenso a los infiernos (en las viñetas de Melancolía podemos comprobar aún que aún tienen amigos, ordenadores con los que entrar en internet para pasar el rato (o el día, o los días), videojuegos... que salen a comprar comida basura habitualmente e incluso realizan un viaje a Amsterdam en busca de una salida milagrosa que les devuelva de la espiral de adicción y depresión a la que se han lanzado), Simon Hanselmann no parece querer darnos esa opciones de redención. Tampoco busca crearnos cierta empatía con ninguno de los personajes. Megg y Mogg son tremendamente crueles con Búho, hasta el punto de casi generar ternura hacia él de no ser por el patetismo que este muestra. Además, no parece que lo hagan por maldad sino por simple inercia, por una pérdida absoluta de valores afectivos. Incluso Megg parece cruel con Mogg dentro de su estado de depresión absoluto. Y Werewolf, un traficante del tres al cuarto que favorece la dogradicción de sus hijos adolescentes, es aún peor. No hay resquicio alguno.
Pero lo sorprendente es que, en las manos de Simon, todo ello se traduce en una vida tan vacía de valores que termina convirtiendo en rutina situaciones que parecen terriblemente alarmantes. Y ahí radica la gran diferencia entre este cómic y el resto de los que he leído. Aquí todo ocurre sin montañas rusas emocionales, con una normalidad que da verdadero pánico. Un mal viaje por sobredosis, un atraco, unos hijos adolescentes drogados para rendir más en el trabajo… Absolutamente todo es normal y lo más horroroso ocurre sin la sensación de que estemos ante algo extraordinario. Y entonces es cuando uno llega al final del libro y se da cuenta de que hemos presenciado lo más terrible como si no ocurriera nada, porque nada ocurre fuera de lo común en el infierno. Manolo Domínguez
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