martes, 26 de enero de 2016

recordando canciones: sweetest smile, black (1987)



Ahora lo pienso y Wonderful life no debería ser una canción que llamase especialmente la atención a un niño de 13 o 14 años, pero lo cierto que aquel primer disco de Black lo compró mi hermano a esa edad y, obviamente, lo hizo animado por el éxito que el tema estaba teniendo en ese momento. Sin embargo fui yo el que se obsesionó con el artista. Si él puso el vinilo cien veces yo lo hice cien mil, si él se aprendía los estribillos de los singles, yo las letras completas de todas las canciones, si él se compró el primer lp, yo lo hice con los dos siguientes y los maxis de Everything's coming up roses, Sweetest smile, Now you're gone y The big one.

Me obsesioné tanto que empecé a querer vestir como él. Me compré unos pantalones de pinza negros y una camisa de igual color que llevé al viaje de fin de curso del instituto, junto con el walkman y las cintas grabadas del recien publicado Descanso dominical y el Wonderful life. En el autobús, camino de Sesimbra, sonaron las canciones de Mecano y después, en la soledad de mi habitación del hostal, las de Colin Vearncombe mientras el resto de los compañeros iban a buscar abastecimiento alcohólico para la noche. Al poco llegaron y yo paré el cassette para unirme a ellos. Allí cayeron las primeras cervezas de la noche antes de enfundarme en mi uniforme del lado oscuro para unirnos a la fiesta que se organizaba en un discoteca cercana donde por 300 escudos tenías barra libre de Sagres.

En aquel local sonaron todos esos éxitos que suenan en una disco de pueblo. George Michael, Belinda Carlisle, Rick Astley, Robert Palmer, Pet Shop Boys, Bon Jovi y Fairground Attraction. Por mi cabeza iban pasando aquellos hits del momento mientras las cervezas iban acumulándose en la mesa en la que me senté con mi compañero de habitación para no tener que pasar la vergüenza de moverme como un pato tratando de bailar delante de todo el curso de 3º de BUP del instituto Ramón Carande. Pero, poco a poco, el alcohol empezaba a difuminar la sala y a la gente hasta dejarlos tan borrosos que iba dejando de reconocerlos y, por tanto, de importarme su presencia. Entonces, decido levantarme justo cuando uno me dice que acaba de ver en el otro lado de la pista a la chica de la que habíamos estado hablando antes. Esa que no era ni fea ni guapa pero que en clase de matemáticas decidió que quería sentarse conmigo porque yo sabía más que nadie en la clase y podía ayudarle a aprobar la asignatura. Me acerco hacia ella tropezando con personas y columnas y, cuando consigo identificarla, compruebo como se agarraba al cuello de uno del pueblo que le traía una copa. Me doy la vuelta tratando de que no me vea y, justo entonces, empieza a sonar Wonderful life para recordarme que mi sitio en aquella sala no estaba junto a los demás, sino en la mesa en la que los chicos de negro disimulan su soledad con cerveza.

Me siento de nuevo y Antonio me grita al oído que qué suerte tengo, que cuando me levanté él se había acercado al dj a pedirle mi canción preferida, y que estaba sonando justo ahora. No le contesto y me acerco a la mesa por dos botellines. Y después por dos más, y otros dos, hasta que alguien decide que en mi estado lo mejor ya es volverse al hotel, donde me espera el walkman parado justo en la que en ese momento sí era mi canción preferida, Sweetest smile, la más triste del disco.

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