Ya hablé de Carrie & Lowell aquí, e incluso lo incluimos en nuestra lista de mejores discos de lo que va de década (en el número 20, The age of Adz acababa en el número 9). Ahora Lolo, de Hazte Lapón, nos habla de nuevo de él.
"Sin darme cuenta y sin que fuera mi intención, ha quedado en mí, con los años, un poso (o una pose) de postmodernidad. Me duele, pero me he vuelto algo descreído, he perdido parte de mi entusiasmo ingenuo y recibo todo siempre con una ceja ya arqueada. Afortunadamente, hasta eso tiene cura. Todos los años hay un disco que acude en mi rescate y me reconcilia con el mundo desde la primera escucha. Me hace sentirme otra vez como un adolescente anonadado con la música.
Ese disco ha sido, este año, Carrie & Lowell. Lo he podido escuchar con detalle durante una estancia en la casa de mis padres, lo que ha aumentado la congoja. Así que los cedros, los limoneros, las alondras, los vencejos de chimenea y la hierba de San Juan, y otros detalles de la geografía emocional de Sufjan iluminaban mis paseos, y convertían en paisajes de Oregon el barrio residencial de Málaga, cerca de la desembocadura del río, donde he pasado las vacaciones. Porque apenas necesitas que esas imágenes exploten, que esas melodías arrullen tus oídos para ir allí. Sólo hacen falta unos sencillos acordes arpegiados de guitarra, unos pianos titilantes y una voz doblada que subraya las partes más turbadoras, para que cualquiera saque del hielo un duelo congelado.
Porque la cumbre que alcanzó Illinois, la de la fascinante policromía y la grandiosidad contenida del viaje iniciático, no podía ir más allá. Ya había ahí un disco insuperable y único. Y, personalmente, la vía abierta por The age of adz nunca me llegó a convencer. Prefiero a Sufjan intentando ser Leonard Bernstein que acercándose a The Flaming Lips. Y asumiendo que All delighted people era la máxima expresión posible de ambición en una sola canción, y que los discos navideños, ya los haga él o Phil Spector, siempre serán un divertimento, el siguiente disco largo quedaba en el lugar de un imposible.
Sin embargo, el boy scout favorito de América no es de los que se achantan, y en un triple salto mortal, deja que se acalle el enjambre de flautas, cítaras, banjos, metales, violines, sintetizadores y coros celestiales y alcanza una nueva cota de emoción en la desnudez. Quizá es porque destila verdad toda esta historia de exorcismo y memoria tras la muerte de su madre; o quizá no sea nada de eso, puesto que antes de que uno haga el esfuerzo de traducir las letras, ya ha quedado atravesado por las melodías que canta esa voz frágil. Son canciones que duelen, como sólo pueden doler las de Bill Callahan, Will Oldham o Mark Kozelek, por citar unos pocos ejemplos de autores que me tocan. Estas canciones arrojan una luz que araña, de tan luminosa que es, y en ese blanco cegador irrumpe una colección de imágenes sobre la infancia, el dolor, el miedo a enloquecer y, sí, el amor. Y resulta que con unos pocos elementos también se podía hacer un disco perfecto, aunque quizá había que trazar todo este camino a lo largo de los años, para deshacerse ahora de todo. Y con lo mínimo nos ha dejado sin aliento y sin sangre, poseídos también por el dolor. Como su madre dio, en esa hermosa metáfora de cementerio, alas a una piedra; él da alas a todos nuestros fantasmas de la infancia.
PD: Justo después de acabar de escribir el texto, terminé las últimas páginas de Los muertos, el cuento que cierra Dublineses, de James Joyce, y que había quedado postergado desde la última visita a casa de mis padres. Y no me he podido resistir a tomar una cita de su final, cuando en sus páginas empieza a caer la nieve:
“Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”
Al ver en mi mente caer esa nieve, sentí el mismo frío del que habla Sufjan Stevens en Carrie & Lowell."
"Sin darme cuenta y sin que fuera mi intención, ha quedado en mí, con los años, un poso (o una pose) de postmodernidad. Me duele, pero me he vuelto algo descreído, he perdido parte de mi entusiasmo ingenuo y recibo todo siempre con una ceja ya arqueada. Afortunadamente, hasta eso tiene cura. Todos los años hay un disco que acude en mi rescate y me reconcilia con el mundo desde la primera escucha. Me hace sentirme otra vez como un adolescente anonadado con la música.
Ese disco ha sido, este año, Carrie & Lowell. Lo he podido escuchar con detalle durante una estancia en la casa de mis padres, lo que ha aumentado la congoja. Así que los cedros, los limoneros, las alondras, los vencejos de chimenea y la hierba de San Juan, y otros detalles de la geografía emocional de Sufjan iluminaban mis paseos, y convertían en paisajes de Oregon el barrio residencial de Málaga, cerca de la desembocadura del río, donde he pasado las vacaciones. Porque apenas necesitas que esas imágenes exploten, que esas melodías arrullen tus oídos para ir allí. Sólo hacen falta unos sencillos acordes arpegiados de guitarra, unos pianos titilantes y una voz doblada que subraya las partes más turbadoras, para que cualquiera saque del hielo un duelo congelado.
Porque la cumbre que alcanzó Illinois, la de la fascinante policromía y la grandiosidad contenida del viaje iniciático, no podía ir más allá. Ya había ahí un disco insuperable y único. Y, personalmente, la vía abierta por The age of adz nunca me llegó a convencer. Prefiero a Sufjan intentando ser Leonard Bernstein que acercándose a The Flaming Lips. Y asumiendo que All delighted people era la máxima expresión posible de ambición en una sola canción, y que los discos navideños, ya los haga él o Phil Spector, siempre serán un divertimento, el siguiente disco largo quedaba en el lugar de un imposible.
Sin embargo, el boy scout favorito de América no es de los que se achantan, y en un triple salto mortal, deja que se acalle el enjambre de flautas, cítaras, banjos, metales, violines, sintetizadores y coros celestiales y alcanza una nueva cota de emoción en la desnudez. Quizá es porque destila verdad toda esta historia de exorcismo y memoria tras la muerte de su madre; o quizá no sea nada de eso, puesto que antes de que uno haga el esfuerzo de traducir las letras, ya ha quedado atravesado por las melodías que canta esa voz frágil. Son canciones que duelen, como sólo pueden doler las de Bill Callahan, Will Oldham o Mark Kozelek, por citar unos pocos ejemplos de autores que me tocan. Estas canciones arrojan una luz que araña, de tan luminosa que es, y en ese blanco cegador irrumpe una colección de imágenes sobre la infancia, el dolor, el miedo a enloquecer y, sí, el amor. Y resulta que con unos pocos elementos también se podía hacer un disco perfecto, aunque quizá había que trazar todo este camino a lo largo de los años, para deshacerse ahora de todo. Y con lo mínimo nos ha dejado sin aliento y sin sangre, poseídos también por el dolor. Como su madre dio, en esa hermosa metáfora de cementerio, alas a una piedra; él da alas a todos nuestros fantasmas de la infancia.
PD: Justo después de acabar de escribir el texto, terminé las últimas páginas de Los muertos, el cuento que cierra Dublineses, de James Joyce, y que había quedado postergado desde la última visita a casa de mis padres. Y no me he podido resistir a tomar una cita de su final, cuando en sus páginas empieza a caer la nieve:
“Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”
Al ver en mi mente caer esa nieve, sentí el mismo frío del que habla Sufjan Stevens en Carrie & Lowell."
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